domingo, 30 de agosto de 2015

LOS FALSOS PROFETAS Copyright @silvanabuono


El profeta del barrio no pudo levantarse esa mañana. Ni un músculo se le movía. Quiso llamar por teléfono a algún conocido, pero la fiebre era tan elevada que no recordaba ni un solo nombre. “Te ordeno que salgas” y “sólo efectivo” era lo único que podía musitar.
Había una larga fila de personas. Pobres personas. Eran pobres al entrar, pero más lo eran al salir porque les robaban sus monedas y hasta la fe que les quedaba.
Horas bajo un sol que quemaba impiadoso. Pero todo valía si era para ver al Obispo Hilario expulsar a los demonios que, según él, les estaba cobrando la vida.
El tiempo pasaba, la gente se acumulaba y el autodenominado obispo no aparecía. Ese mismo que prometía soluciones mágicas a quienes ya no podían esperar no los recibía.
Llegó el mediodía y el sol no daba tregua y los desesperanzados empezaron a alterarse. Entonces decidieron que si el profeta no iba ellos, ellos irían a él. Aquellos que podían caminar, incluso los que estaban en silla de ruedas no respetaron al hombre de negro que impedía el paso y con una fuerza que no parecía propia, entraron al lugar que se conocía como templo, pasaron por una puerta minúscula con cortina de cañas y allí estaba Hilario, casi muerto, casi vivo.
Como no podía curarse solo, los fieles repitieron una y otra vez, casi en trance, sus fórmulas para salvarlo y entonces vieron una luz muy fuerte que entraba por la ventana y los envolvía y los limpiaba. Eso. Los limpiaba. “¡Milagro! Hilario se sanó y nos sanó ¡Milagro!”, gritaban todos sin querer aceptar la ceguera que les quedaba.
“Milagro de Hilario”, dijeron. Está escrito.